A Kant no le gustaban los Rolling Stones
Con toda seguridad, cuando Kant formuló su imperativo categórico no pensó ni por asomo que pudiera generar un debate tan acalorado como el que ha venido alimentándose en los últimos años acerca del presunto racismo y del sexismo que pudiera haber detrás de sus palabras. Esta impugnación de la filosofía kantiana es llamativa, y lo es tanto más en la medida en la que Kant hasta ahora era tenido por uno de los fundadores de la idea de la igualdad de todo el género humano en la que hoy se cimientan los códigos de valores de las más elementales democracias. La sorpresa, pues, además de ser mayúscula, es doble. En efecto, algunos investigadores de cierto prestigio no solo han intentado negarle la autoría de esa idea, sino que, para mayor escarnio, buscan demostrar que en su filosofía hay indicios más que suficientes para pensar que Kant de hecho argumentaba contra ella.
Los que así le critican no se apoyan, por supuesto, en ninguna de las muchas versiones que el filósofo da de su famosa sentencia moral, esa que todos conocemos con el nombre de imperativo categórico. En estas no se halla atisbo de discriminación de ningún tipo. Pero, bien es cierto que los requiebros especulativos podrían haber difuminado la recta intención de las palabras que allí se emplean. Desde la abstracta altura de la reflexión metafísica se hace difícil entrever a veces a qué se refieren allí conceptos como Person (persona), Mensch (hombre o ser humano) y Menschheit (humanidad), por lo que las impugnaciones de sus acusadores han de quedar en este caso sin dictamen definitivo: ni se pueden refutar ni son del todo verificables. Donde sí que se hacen más evidentes los motivos de sus quejas es en ciertos pasajes aislados aparecidos aquí y allá en obras que los estudiosos siempre han considerado menores, lo cual no por ello debería desvirtuar lo que de atinado pudiera haber en estas críticas. Allí aparecen de hecho afirmaciones que ningún intelectual en su sano juicio se atrevería a pronunciar hoy, ni siquiera rodeado del círculo más restringido de sus amigos de confianza, y que nadie debería siquiera permitirse pensar para sus adentros sin sentir una íntima reprobación inmediata. ¿Habrá Kant, el gran filósofo, podido caer, pues, en disparates semejantes?
La sospecha de sus críticos más furibundos y el núcleo de su enmienda y reprobación de la filosofía de Kant apunta en este sentido y sostiene que, cuando este formula su imperativo categórico, esas opiniones racistas se encuentran incluidas en el sentido que le confería a sus abstractas y, a primera vista, encomiables palabras. O, dicho de otro modo: lo que argumentan es que al escribir que debemos obrar como si tomáramos a la humanidad tanto en nuestra propia persona como en la de los demás en todo momento no solo como medio, sino a la vez como un fin en sí mismo, Kant estaría pensando a través de las palabras “humanidad” y “persona” exclusivamente en los individuos de la raza blanca y, para más señas, solo en los de género masculino. Únicamente la inadvertida labor de los posteriores historiadores de la filosofía y de los filósofos, en la medida en la que también siempre lo son, se habría encargado de corregir este racismo y este sexismo larvados y de presentarnos a un Kant humanista, igualitario y cosmopolita tal como el que hasta hoy aceptábamos, pero muy distinto del Kant histórico. La imagen de Kant que nos habríamos forjado, por tanto, vendrían propiciada, según esta interpretación, por las miradas próvidas de lecturas que épocas posteriores, ellas ya sí feministas y postcoloniales, habrían proyectado subrepticiamente sobre los textos de Kant, adulterándolos con unas ideas que él estaba lejos de querer sugerir.
Cuando Kant apelaba al ser humano, cuando usaba el concepto de humanidad en sus escritos se estaría refiriendo, en definitiva, a algo bien distinto de lo que nosotros entendemos hoy en día al utilizar estas palabras. Estaría reduciendo la extensión del concepto exclusivamente al hombre blanco, dejando fuera con ello, tanto a mujeres, como a los individuos del resto de las razas.
Uno de estos detractores de Kant, el Profesor Charles W. Mills, ha creado incluso un término para designar a estas partes constitutivas del género humano que Kant habría dejado de lado. Es el vocablo infrapersona o, en inglés, subperson.
Después de lo dicho, se entenderá mejor el significado último de aquello a lo que apunta este estudioso cuando, en uno de sus artículos más famosos, en relación con la ética kantiana y con otras teorías tenidas hasta ahora por verdaderamente humanistas sostiene que:
«el concepto de infrapersona y el conjunto de implicaciones y ramificaciones que establece su introducción iluminan una arquitectura que yo pretendo afirmar que está ya presente ahí en estas teorías [presuntamente igualitaristas], pero que ha quedado opacada en la actualidad por un ilusorio inclusivismo cuando leemos retrospectivamente de manera neutra el término “personas” en lo que toca a sus connotaciones racistas. […] Mi afirmación es, pues, que si leemos a estos teóricos y tomamos sus teorías sobre los seres humanos y las personas de un modo neutro, estaremos de hecho haciéndonos una idea equivocada de ellas y tergiversando sus intenciones teóricas»[1].
En consecuencia, Mill aboga por renunciar a la totalidad del planteamiento kantiano al creer que se encuentra infectado hasta la médula de una ideología hoy para nosotros denostable.
Pero no todas las críticas prevenientes de estos sectores del pensamiento actual son tan demoledoras como la de Mills. Algunos admiten que hay en la filosofía de Kant una parte todavía rescatable en la que se recoge una innegable reivindicación de la humanidad en un sentido que incluiría, al menos, a los individuos de otras razas distintas de la blanca. Esta es la postura que adopta Pauline Kleingeld, quien en su conocido artículo On Dealing with Kant’s Sexism and Racism alude a pasajes de la obra tardía de Kant de 1795, Sobre la paz perpetua, en los que puede atestiguarse una inequívoca crítica por parte del pensador hacia el imperialismo blanco y la represión a la que, bajo su dominio, se han visto sometidas las demás razas[2]. Esto es lo que le hace llegar a la conclusión, a la vista de los testimonios a los que antes aludíamos, de que Kant, siendo igualitarista, habría sido en el fondo inconsistente[3] en esta loable actitud a lo largo de su vida y habría hecho algunas graves concesiones a ciertos postulados discriminatorios principalmente en su obra más temprana, la anterior a la primera crítica, y, especialmente, en sus escritos menores.
Sin embargo, esta misma autora no considera que haya suficientes pruebas de que en este concepto tardío e inclusivo que Kant se forjó de la humanidad este tomara asimismo en consideración a las mujeres. La acusación de machismo irredento seguiría a la postre, en opinión de Kleingeld, cerniéndose pese a todo sobre la cabeza del filósofo.
Vemos cómo, en lo que toca al racismo en Kant, hay dos posiciones claramente diferenciadas. La de aquellos que como Mills creen que la filosofía de Kant es una filosofía profundamente equivocada y que la historia de la filosofía occidental solo por medio de una radical refundación, de una transfiguración y reinterpretación fundamental podría sernos hoy aceptable; y la de aquellos que, como Kleingeld, piensan que no hace falta ir tan lejos y que solo es necesaria una labor de selección y filtrado de sus ideas con el objetivo de rescatar para nuestro presente las que, en el corpus kantiano, pudieran ser valiosas todavía para nosotros.
En mi opinión, no es ni mucho menos necesario tomar una medida tan expeditiva como la que propone Mills y creo que ni siquiera es preciso llegar al extremo por el que aboga Kleingeld cuando propone cribar el pensamiento de Kant. Me parece que el cosmopolitismo y el igualitarismo de Kant no solo no se ve anulado, como piensa el primero, por esas pretendidas opiniones racistas y sexistas que podemos encontrar desperdigadas en las páginas de sus escritos, sino que, además, al contrario de lo que piensa Kleingeld, cabe sostener que es incluso compatible con ellas, y en lo que sigue trataré de demostrar por qué.
Respecto a lo primero es conveniente indicar que tan necesario es a veces forzar a un filósofo del pasado para, actualizándolo, hacerlo encajar con la mentalidad del presente, tal y como Mills pretende, como tener la imaginación y la sensibilidad histórica suficiente como para, despreocupado de sí, trasladarse a la época en la que la filosofía en cuestión se forja y de cuyos (pre-)juicios y supuestos inevitablemente se nutre. Pensar que es un defecto particular de Kant y su filosofía el hecho de que determinadas opiniones que podemos encontrar en sus escritos sean hoy reprobables y tenidas por sexistas y xenófobas es desconocer por completo la dependencia que todo pensamiento tiene respecto del contexto histórico en el que surge y, en definitiva, ignorar el sentido esencialmente histórico de toda filosofía, más aún de toda actividad humana. A la contingencia y a la circunstancia histórica toda idea, incluso la más universal y sublime, tiene que pagarle un tributo en virtud del cual acarrea inevitablemente con determinadas concepciones apresuradas, desatinadas e injustas propias de la época. Esas ideas que tanto escandalizan hoy eran lugar común entonces y, cuando Kant las expone despreocupadamente, lo único que hace es obedecer al espíritu de su tiempo. Se dirá contra este argumento que ya entonces algunas voces se habían alzado para reivindicar los derechos de la mujer y, en general, de todos los individuos con independencia de su raza, género o condición social. Se citará quizá el escrito A Vindication of the Rights of Women de Mary Wollstonecraft[4], publicado en 1792, poco más de tres años antes de que viera la luz la parte dedicada a la Doctrina del derecho de la Metafísica de las Costumbres (1795-1796), de donde proceden algunas de las afirmaciones con las que los detractores de Kant lo atacan. Y así es sin duda. Pero, en mi opinión, lo único que demostraría este argumento es que la confección de las coordenadas mentales en las que está destinado a moverse el futuro son siempre y necesariamente una labor colectiva que ningún pensador, por excelente que sea, es capaz de pergeñar con sus solas fuerzas.
Hay que aceptar, pues, que si bien Kant aventuró muchas de las ideas de las que los siglos posteriores se han nutrido para procurar en nuestra sociedad a nivel global una convivencia mucho más igualitaria y justa de la que hubiera existido en otro caso, no pudo anticiparlas todas. Lo cual no puede constituir todavía motivo de reproche hacia su filosofía. Quien así procediera estaría presumiendo que Kant podría y tenía que ser ya en el siglo XVIII un ciudadano cosmopolita del siglo XXI, lo cual es evidentemente algo absurdo, incluso tratándose de Kant. Si bien se piensa semejante cosa no solo es una pretensión descabellada para cualquier filósofo del pasado, sino que lo es también para cualquiera del presente y hasta del porvenir, en la medida en la que todo presente y todo futuro están condenados también a convertirse en pasado. Y esto es algo de lo que ni Mills ni Kleingeld están a salvo. Efectivamente, si escribieran tanto como lo hizo el propio Kant sin duda la posteridad encontraría dentro de algunos siglos suficientes razones, no menos de peso que las que ellos hoy alegan contra Kant, para impugnar también sus planteamientos, incluso, me atrevo a afirmar, en lo referente al racismo y al feminismo, si no por comisión, al menos por unas omisiones que las generaciones posteriores habrán de considerar inconcebibles.
Cuando se acusa a Kant de racismo y de sexismo se comete, por tanto, un grave error hermenéutico o, para ser más claros, decir que Kant era sexista o racista sería tanto como afirmar, si se me permite la analogía, que se oponía a la clonación de personas por cuanto esto pudiera tener de instrumentalización de la dignidad humana. Sin duda, es legítimo aventurar, a modo de hipótesis, que tal podría ser la postura de Kant en nuestros días, pero de esto a aseverar que era lo que pensaba, va un trecho que nadie puede proponerse transitar sin incurrir en un exceso. Estas hipótesis no dejan de ser experimentos mentales de cuyas conclusiones en ningún caso se ha de considerar responsable directo al propio Kant. Es injusto, por tanto, y denota una flagrante falta de perspectiva histórica afirmar que Kant pensaba de hecho de una manera machista y racista. Quien eso defiende, actúa en definitiva como si afirmara que a Kant le gustaban los Rolling Stones, es decir, de modo completamente anacrónico, fallando un juicio al que, en sentido estricto y desde el punto de vista histórico, no cabe atribuir ningún valor de verdad, ni positivo ni negativo, porque uno de los términos de la proposición está temporalmente dislocado y carece de toda referencia.
Pero mi argumento, como ya he anticipado, va incluso más lejos y en esto, se revuelve también contra la crítica que le hace la Profesora Kleingeld cuando dice que, sin ser necesaria, como quiere Mills, una reinterpretación integral de la filosofía de Kant en un sentido muy distinto al que le dio este, defiende sin embargo una purga de sus contenidos para separar el grano de la paja y conservar de ella así solo aquello que, a sus ojos y a los nuestros, merece ser preservado.
Lo que yo defiendo aquí es que Kant, de hecho, ni siquiera a nuestros ojos puede ser calificado realmente ni de sexista ni de racista, y que la inconsistencia que Kleingeld le atribuye para justificar y salvar una parte de su filosofía no es de recibo porque ambas, la generalmente reconocida como noble y la que hoy está en la picota, se complementan y son susceptibles de integrarse en un todo sistemático sin la menor contradicción. Para ello, me limitaré a comentar aquí uno solo de los ejemplos a los que recurre la Profesora Kleingeld para desacreditar su filosofía incluso hasta ya entrados en los primeros escritos de su etapa tardía, y para acusarle de utilizar expresiones discriminadoras respecto de la mujer. El pasaje es, en efecto, aquel en el que Kant, a propósito del derecho público, distingue en la Metafísica de las costumbres entre ciudadanos activos y pasivos y nos dice que «todas las mujeres y, en general, cualquiera que no pueda conservar su existencia (su sustento y protección) por su propia actividad, sino que se vea forzado a ponerse a las órdenes de otros (a no ser a las órdenes del Estado), carece de personalidad civil y la existencia de esta es en él, por así decirlo, solo una inherencia.»[5] Siguiendo esta definición, mujeres y menores de edad, entre otros, estarían comprendidos dentro del concepto de ciudadanos pasivos y así lo hace constar explícitamente el propio Kant en el pasaje citado.
Parecería que Kant le niega aquí, por tanto, a la mujer toda posibilidad de adquirir cualquier tipo de personalidad civil y de ejercer plenamente sus derechos y deberes como ciudadana: así es como lo interpreta Kleingeld al menos. Estas afirmaciones vendrían a oponerse a la fundamental igualdad entre todos seres humanos que el filósofo proclama en otros lugares[6]. Esto es precisamente lo que hace que Kleingeld concluya, aparentemente de modo lógico, que en la filosofía de Kant hay, a este respecto, determinadas inconsecuencias o tensiones (“tensions”) de las que él sería muy consciente, pero que en última instancia no habría sabido resolver.
Pero si se lee este pasaje con más detenimiento se descubren consideraciones de Kant muy relevantes para este asunto que no pueden quedar fuera de consideración y que Kleingeld, sin embargo, involuntariamente omite. Kant, en efecto, admite cierta aparente contradicción entre la condición civil de ciudadano pasivo que tienen algunos miembros de la sociedad y la igualdad que a todos ellos les corresponde como personas, pero afirma claramente al mismo tiempo que estas dos condiciones del individuo no se oponen en absoluto («Die Abhängigkeit von dem Willen Anderer und Ungleichheit ist gleichwohl keineswegs der Freiheit und Gleichheit derselben als Menschen […] entgegen [La dependencia de la voluntad de otro y la desigualdad no se opone, con todo, de ninguna manera a la libertad y la igualdad de estos como seres humanos]»[7]).
El objetivo que se nos impone ahora es presentar esas consideraciones, aparentemente marginales, y tratar de descubrir en qué sentido podrían hacer compatibles los términos de esta supuesta contradicción y en qué medida, consecuentemente, eximirían a Kant de haber denigrado a las mujeres.
En el mismo lugar que venimos comentando el propio Kant lo aclara de modo suficiente. Si bien, según la constitución civil, no se puede garantizar que todos los ciudadanos puedan participar activamente en la construcción del Estado, las leyes positivas de este deben buscar formar a todos ellos para que en algún momento lleguen a estar facultados para ejercer activamente esa responsabilidad civil. De esto cabe deducir, primero, que las mujeres, en opinión de Kant, no estaban en el siglo XVIII todavía preparadas para ejercer como ciudadanos activos de pleno derecho. Aquí es preciso darle la razón a la Profesora Kleingeld, cuando dice que Kant segregó a las mujeres de la participación política activa. Pero también se deduce de estas proposiciones que todo ciudadano, en la medida en la que es un ser humano, puede llegar a estar capacitado para abrirse camino desde esa ciudadanía pasiva al pleno derecho de su condición de ciudadanos. Y en esto las mujeres, en opinión de Kant, no eran una excepción.
La cuestión, por tanto, se reduce como tantas veces en la filosofía de Kant, a una diferencia entre lo que ocurre, la quaestio facti, y el objetivo ideal que toda persona tiene el deber, en este caso como ciudadano, de realizar en sí mismo y de contribuir a establecer en el prójimo en la medida de sus fuerzas, la quaestio juri. La mujer del siglo XVIII no habría estado, a los ojos de Kant, todavía capacitada de hecho para desempeñar un papel activo en política, pero no había nada en el hecho de que fuera mujer que impidiera que, en el futuro, conquistara esa responsabilidad que le corresponde esencialmente por derecho y a ello, a que llegase ese momento, debían dirigirse todos los esfuerzos de los ciudadanos, entonces lamentablemente hombres casi sin excepción, que dirigían los destinos políticos de los países.
Esto que vale para las mujeres se puede aplicar también al caso de los ciudadanos de otras razas distintas de la de Kant. Las inconsistencias a las que se refiere Kleingeld se verían así disipadas, al menos en lo esencial, quedando reducidas a una mera confrontación con la indócil y cruda realidad del deseable ideal por el que tienen que luchar los que tienen la oportunidad de hacerlo.
Con esto, según me parece, queda suficientemente demostrado que, si bien no se puede decir que Kant militara en las filas del feminismo y de la vanguardia más pujante en favor de la igualdad efectiva entre las distintas razas tal y como hoy los entendemos, no por ello estamos legitimados para afirmar que fuera sexista o racista y que se opusiera a esas conquistas sociales que solo con el paso de los siglos se han ido logrando, si bien con más lentitud de la deseable y aun hoy no definitivamente. Al contrario, parece que Kant veía dichas reivindicaciones con buenos ojos, como objetivos de futuro que eran condición para la consumación del gran proyecto de convivencia humana que constituye la paz perpetua a la que él con tanto denuedo quiso contribuir desde su más o menos modesta tribuna de filósofo.
Esto puede que deje todavía descontento a alguno de los que pertenecen a los colectivos aquí supuestamente discriminados y a los que los apoyan incondicionalmente y que no se suficiente para hacer desaparecer el mohín de desaprobación en su rostro cuando leen a Kant. Pues bien, para ellos va un último argumento. También ellos tendrán que aplacar su indignación cuando lean que Kant, en un pasaje que Kleingeld tampoco menciona, cita una serie de colectivos que tampoco habrían disfrutado en su momento de la condición de ciudadanos activos. Entre ellos, menciona a los oficiales artesanos y a los comerciantes, integrados en el siglo XVIII, como todo el mundo sabe, mayoritariamente por hombres blancos. Esto prueba que el privilegio de la ciudadanía activa no estaría unívocamente relacionado con el color de piel y con otros rasgos raciales. Pero Kant va más lejos, y esto es algo que considero ya una prueba definitiva: alguno de estos gremios que el filósofo menciona en el pasaje en cuestión contó con el propio Kant entre sus filas años antes de escribir aquello por lo que hoy tanto se lo cuestiona. Es el caso del colectivo representado por los maestros particulares (Hauslehrer) que iban de casa en casa educando a los hijos de los ciudadanos más acaudalados.
Vemos en este último caso, a mi juicio ahora sí de modo evidente, que Kant no le priva a ninguno de estos colectivos del honor consustancial de ciudadano que a todo ser humano le corresponde, sino que simplemente cuestiona que, entre ellos, de hecho, en la época que le tocó vivir, ese derecho ya se hubiera consumado. Comprobamos así que, en Kant, la concepción de la sociedad se resuelve en una dinámica histórica en la que las deficiencias políticas de cada época habrían de irse subsanando con el paso de los siglos y las sucesivas conquistas sociales y jurídicas. Las tensiones no son aquí inconsistencias, como pensaría la Profesora Kleingeld, sino inadecuaciones inherentes al modo fáctico de darse la realidad respecto a su consustancial esencia.
Con todo, podría todavía alguien reprocharle a Kant que no se posicionara decididamente reivindicando la igualdad efectiva y de hecho ya de todos los ciudadanos de su época. Quien así procediera se comportaría como el que se lamentase de que no saliera por las calles de Königsberg con el lema black women’s lives matter tatuado en la frente, esto es, con una gran dosis de insensatez y hasta de mal gusto.
Para concluir podemos decir por tanto que, a la luz de los testimonios analizados y de las razones que hemos expuesto, no se puede calificar a Kant ni de racista ni de machista. Proceder de ese modo sería transferir unas categorías de comprensión de la realidad social actuales a un siglo en el que todavía no existían, pecando de falta de conciencia histórica, y concibiendo el desarrollo de las civilizaciones de un modo mucho más arcaico y estático de como él mismo lo concebía. Así las cosas, y sin llegar a afirmar que se involucrase efectivamente en una defensa de la igualdad de las mujeres y de todos los individuos cualquiera que fuera su raza o profesión, no es aventurado afirma que albergaba esperanzas de que, tanto unos como otros, alcanzase algún día esa mayoría de edad de la que, sin duda, como seres humanos, eran capaces, pero de la que circunstancialmente todavía no participaban. A ello van dirigidos, no en vano, todos los esfuerzos de Kant, sino con actos de protesta militante, sí por medio de sus escritos. No negaremos que puede ser muy discutible aseverar que entre sus contemporáneos las mujeres y los hombres que no pertenecían a la raza blanca no hubieran alcanzado todavía esa madurez civil. En cualquier caso, era una opinión generalizada, de la que podemos encontrar testimonios entre las filas de personajes de lo menos reaccionario hasta bien entrado el siglo XX. Huelga citar aquí ejemplos que no serán difíciles de buscar para cualquiera a poco que los busque. Sea como fuera, lo que pone de relieve esa opinión es un desacuerdo de más profundo calado y que va más allá del mero conflicto entre los géneros y las razas y que quizá nos separa de Kant más que ninguna otra cosa. Es el hecho de que para nosotros la legítima participación activa en la vida política de nuestros países es algo inalienable a todo ciudadano por el mero hecho de serlo. Kant, por el contrario, pensaba que no es esta condición meramente nominal la que nos faculta para involucrarnos en la vida política de nuestras naciones, sino que requerimos además la firme voluntad de cultivar la capacidad crítica de nuestro pensamiento para poder actuar de manera autónoma y contribuir al progreso de nuestras sociedades. Esto es algo que, en una sociedad tan maleable, frívola y ligera como la nuestra, en la que tan despreocupadamente nos adherimos a la tendencia de turno y en la que las corrientes de opinión en las redes sociales configuran el imaginario colectivo, no puede dejar de ser aleccionador y todavía hoy una invitación a la pausada reflexión sobre el hecho de si muchos de nosotros, hombres o mujeres, blancos o negros, somos merecedores del don de una participación política que hoy se ha tornado tan incuestionable.
En esto sí que su pensamiento salta sobre las épocas y nos interpela e interroga. Lo otro, sus opiniones sobre las mujeres y los individuos de otras razas con los que le tocó convivir, no deja de ser más que el testimonio de una época que, por supuesto, como testimonio de hechos contingentes, puede ser también muy cuestionable, pero que en nada afecta a la postre a la categorización de la esencial dignidad que, en un sentido que ya hemos explicado, Kant extendió a todo ser racional y que enseñó y nos enseña aun en nuestros días a valorar en su justa medida en todo ser humano.
Antes decíamos que no se puede calificar a Kant ni de sexista ni de racista porque esos adjetivos son propios de actitudes que en el siglo XVIII todavía no tenían sentido. No es legítimo por tanto juzgar a Kant, que vivió en el siglo XVIII, con una óptica que es propia de nuestro siglo. En esto los que le acusan cometen un error hermenéutico de bulto. Ni lo que nosotros llamamos machismo y sexismo eran tales en aquella época, ni Kant, de vivir hoy, sería sin duda el Kant que conocemos por sus libros. Hay una distancia histórica que no obliga a cambiar el baremo de medida que aplicamos en nuestros juicios según nos movamos hacia adelante y hacia atrás en la historia. Durante este artículo nos hemos ocupado de hacer ver lo injusto que resulta acercarnos con nuestros esquemas mentales a una época a la que le son completamente ajenos. Igual de absurdo sería, como decimos, pensar que, si Kant viviera hoy, se comportaría igual y escribiría de nuevo lo que en su momento escribió. Pensar en cómo sería Kant hoy se antoja como una suerte de ejercicio de historiografía invertida, aunque mucho más atrevido, porque la constelación que nos empeñamos en escudriñar nunca ha existido y nunca existirá realmente. Pero como mero ejercicio imaginativo, como mera pirueta intelectual, quizá se me permita, para cerrar estas reflexiones, especular con esa posibilidad. ¿Cómo sería un Kant hoy redivivo? ¿Cómo se comportaría el viejo sabio de una Königsberg que hace décadas que no existe en caso de vivir en Kaliningrado o en alguna otra ciudad moderna? ¿En qué cambiaría su pensamiento si viviera sumergido en tiempos de coronavirus, del me too y del black lives matter? Las respuestas a estas preguntas son de todo punto inciertas y nos asoman a los abismos de misterios casi proféticos que nada tiene que ver con la historia. En cualquier caso, sería absurdo pensar que sus ideas y su comportamiento hubieran permanecido exactamente inalterados. Quien así pensara incurriría en un error análogo al que comenten sus detractores cuando juzgan a Kant según esquemas mentales que solo recientemente han cobrado su fuerza y su vigencia. Mas, con todo, no encuentro razón para no terminar este pequeño artículo arriesgando alguna respuesta a estas desafiantes preguntas.
En mi opinión, es discutible si Kant hoy estaría a favor de la ingeniería genética o de la conducción autónoma de vehículos inteligentes, si comería semillas de chía y tofu en lugar de carne o si haría yoga una vez por semana, como acostumbra a hacer hoy el común de los mortales en Europa, pero de lo que no me cabe la menor duda es de que Kant hoy tampoco sería en absoluto racista ni sexista, ni, dicho sea de paso, se deleitaría con la música de los Rolling Stones. Aunque esto último, claro, no dejan de ser, ahora sí, sino meras elucubraciones mías.
Berlín, a 28 de octubre de 2020.
Artículo escrito por Miguel Oliva Rioboó
[1] MILLS, Charles W., Kant’s Untermenschen, en „Race and Racism in Modern Philosophy“, Cornell University Press, Nueva York, 2005, pp. 169-193.
[2] KLEINGELD, Pauline, On Dealing with Kant’s Sexism and Racism, „SGIR Review“, 2, nº 2, pág. 8s.
[3] Ibíd, pág. 15.
[4] La Profesora Kleingeld ofrece otros ejemplos. Vid. Op. Cit. pág. 14.
[5] KANT, Immanuel, Metaphysik der Sitten, Ak. 314 (me apoyo en la traducción de A. Cortina/J. Conill, Ed. Tecnos, Madrid, 1999, pág. 144).
[6] Ibíd, Ak. 237-8.
[7] Ibíd, Ak. 315.